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domingo, 6 de marzo de 2011

TAL VEZ UN DÍA, Francisco Álvarez Hidalgo




TAL VEZ UN DÍA

Tal vez un día hojearás mis libros,
en que tanto te dije y no escuchaste;
tal vez responderás a algunas cosas
de que te hablé, mas demasiado tarde;
habré anotado ya el último verso,
la última página tendrá un mensaje
todo blanco, enigmático,
que no conseguirá descifrar nadie,
aunque muchos lo entiendan a su modo,
y quizá tú también, mi única amante.
Leerás algún poema; de repente
levantarás la vista hacia la tarde,
que llama suavemente a la ventana,
tan nostálgica, tan irrevocable,
hundiéndose en la noche,
entre las ramas de álamos y sauces.
Sola estarás. En paz. Una paz triste,
densa, casi palpable.
Tus dedos caminando sobre el libro,
como un ciego, leyendo los mensajes
que tu alma desentierra en el pasado,
y que están frente a ti, bajo el plumaje
de rimas, verbos, nombres y adjetivos
hablándote en susurros, como un ángel
En tu mente revuela ágil bandada
de alondras que tú misma bautizaste
con singulares nombres
de 'si hubiera sabido', 'aquel instante',
'quién pudiera', 'debiera haberlo hecho',
'cuánto me equivoqué', y en espirales,
suben, bajan y vuelven,
y no consigues esquivar su alcance.
Ya no es paz, es tristeza,
es soledad, agobio sofocante.
Ha entrado ya la noche,
tragándose el paisaje.
Dejas el libro abierto en la consola.
Subes hacia la alcoba. Qué contraste
con aquel día en que subimos juntos,
el último, ¿recuerdas?, tan radiante.
Casi al postrer peldaño te detienes,
piensas unos segundos, y te invade
la urgencia del descenso hacia la sala.
Tomas el libro, lo abres,
lo miras sin leer, y suspirando,
lo abrazas contra el pecho, como se hace
con el osito de peluche, cuando
nos urgen los abrazos, y no hay nadie.
A la orilla del lecho, en la mesita,
quedará vigilándote
mientras duermes, o intentas,
las horas largas de la noche. Tañen
campanas a lo lejos. Son las doce.
Apagados los ruidos de la calle,
surge mi espíritu de entre las páginas
de ese tu libro, que escribí años antes.
Y se acuesta a tu lado. No lo adviertes,
pues carezco de piel, huesos y sangre.
Pero cuando los tuve te amé tanto,
que sin ellos no sé dejar de amarte.
Duerme, mujer, mis manos invisibles
siguen acariciándote.
Texto de Francisco Álvarez Hidalgo


1 comentario:

Amelia dijo...

Precioso poema, engrandece el alma al leerlo de la sensibilidad que tiene.